viernes, 29 de julio de 2011

Un suspiro Bubaloo

Cuando al fin llegué, encontré primero toda su decepción. Asomó sus manitos a mi ventana y frunció el ceño. No podía hablarle pero enseguida descubrí que con alguna que otra de mis muecas, lograría captar algo de su atención para permanecer a su lado. Lo encontré abatido. Separado a la fuerza de su gran amor. Las noches fueron pasando y tuvo que aprender -por mi culpa también- a no mearse encima a costa de pasar frío. El no oía. Y, como ellos, tampoco escuchaba lo que yo podía oir, así como a mi me era imposible leer la música que desprendía, cada vez, el llanto de su risa exagerada. Los primeros días me resultaba entretenido verlo cortar su churrasco, sacudiendo el vaso para pedir más. Le incomodaba mi adicción a la leche pero a su vez, nadie como él adoró tanto mi aliento, cualquiera sea la hora. Los días fueron pasando y había que esperar a que terminase Elvira Romei para que el reloj se ponga a un cuarto y todo se llenase de colores. Llegaba la hora de ir lo a buscar y entonces todo volvía a empezar al cruzar la vía. Podía imaginar el timbre de final y su salida, en mi lugar de adelante por un rato. Después la merienda y la mesita laqueada tan redonda como blanca, para llenarla de migas de alfajores junto a él. Con el tiempo, fuimos pareciéndonos cada vez más y a través de su imagen pude notar el peso de todos los castigos que no tuvo, y que fueron los mismos que necesitó; la liviandad de sus ideales, anclados en su cuerpo y su deseo primordial de ser, en su caso, pianista. A veces creo que su carrera comenzó cuando nací yo y entonces, se decidió a tomar clases para terminar frustrado como todo director de orquesta. Pensar que tuvo que compartir conmigo sus primeras canciones y tolerar lo que no entendia aunque, a diferencia mía, el siempre fue millonario: sabía desde chico lo que quería. Y yo, yo me enojé rotundamente el día que para hacerlo sentir inteligente me pidieron que le mienta, haciéndole creer que necesitaba que me explicase cómo distinguir el sujeto del predicado ¿A vos te parece? ¡Manga de pedantes! Cómo podía ser yo para los demás un genio cuando es a él a quien le debo la venida a este mundo. Entonces me preguntaba cómo podría a conciencia engañarlo, si ahí adentro mientras no veía nada, él fue mi luz, la idea antes de la palabra, o el placer imaginado, antes de la ocasión. Y no es mamá, que el se crea tarado porque perdió el oído con mi llegada. Es, solamente, que el habla otro idioma. El idioma éste, que sólo conocemos los que compartimos (y a elección, también) un vientre cada tanto. Esos, que somos los mismos que pedimos auxilio y entonces nos rescatamos al rotar nuestros vasos, sin necesitar enjuagar los cubiertos si se trata del resto de los que amamos, con tal de ayudar a digerir el odio de aquellos que también, son nuestros amigos. Salut! El hachazo invisible lo sentí yo primero. Con los hermanos mas chicos es algo así como lo que pasa con los gemelos viste: el que llega después, lo siente antes. Y así fue ese Febrero del 2004, cuando la vida lo tumbó y sin dudarlo vendió sus dos preciados instrumentos (el piano recto y el de cola, valga la redundancia) y entonces almacenó todo aquello que dejó de oír, y ahí donde todos se reían al ver el kilo de helado cual taza en sus manos, yo compartía, junto a él, el inicio de un proceso. Tal vez era que sucedía algo parecido a los días domingo, cuando mi alegría al despertar era verme al fin vestidita como él, para pasar por debajo del túnel de Libertador, y jugar al ahorcado en los vidrios siempre empañados que recuerdo, hasta que bajaba papá de dar un alta para una vuelta a casa, o bien, de sacar algunos puntos de la herida suturada de alguna paciente anónima que descansaba entre las monjas del Mather Day o el Anchorena. Era todo rayado, mezclado con algo de jean, cordones y lanas. Abrigados por amor, aunque a diferencia mía, el nunca transpiraba y si me preguntas a mi, yo creo que fue por eso que se fue quedando pelado. Bastaba con llegar a la calle Corrientes para que la mesa nos encuentre a todos reunidos y entonces, mientras el aprendía entre tecla y tecla, yo agarraba las tazas, y dándolas vuelta las hacía girar bajo su piano, viendo una y otra vez sus pies, marcando vaya a saber uno qué compás. Después apilaba mis sueños y me detenía horas en los aros capturados en los metales de las esculturas de esa casa, tan pacíficamente embrujada. Nunca fui muy buena con los números tampoco, pero creo que faltarían 30 años o o algo así de cerca, para encontrarme por primera vez, con el nieto de esa casa que, contemplándome en mi rol más solo, dibujó en mi cuerpo cada uno de nuestros rincones. No te pierdas, viste lo que dije acerca del amor incondicional que sucede, por ejemplo, al acariciar una mejilla, al preguntar cómo te fue, al decir te amo hasta naturalizar toda esa música y encontrarse al fin, con un poeta tan desconocido como aquello que se vuelve entrañable, al recordarnos. Como decía, nos hicimos compañeros casi instantáneamente. Y si bien podía estar horas, capturada entre la Chantilli de los merengues, cada vez que un error a él lo perturbaba, no dudaba un segundo en desparecer como títere, por debajo de la mesa, a contar los zapatos de los invitados, mientras evocando sus miradas, el volvía a empezar, enhebrando conmigo en sus notas, el silencio mas dulce. ¿O serán sus manos, que hacen del silencio un compañero? Así y todo, mil veces le cerré la puerta en la cara, pero cuando me salió el vitiligo en el empeine por ejemplo, recuerdo que él se asusto mas que mis padres. Durante dos años me pasó un ungüento milagroso y abanicando mi escepticismo incuestionable, festejó como un campeón el día que empezó a ver dibujos en esa mancha blanca que de a poco, era invadida por pecas color té con leche. A que vos lo ves a Beethoven, le decía. El, en repuesta, me decía que con la vista a mi me pasa lo mismo que a él con las notas musicales (debe ser, tal vez, que me quería hacer sentir inteligente, pienso a veces) Después bajábamos y estábamos horas jugando a marearnos en la terraza para atravesar luego, una serie de llantas puestas en un camino de zigzag armado previamente. A veces lo dejaba ganar, a cambio de que los días jueves me de un lugar en el arco cuando venían a casa sus 7 amigos. Después entrábamos, y mientras todos tomaban la leche, yo desde la esquina, imaginaba mis siete casamientos. El nunca se enojó del todo conmigo: siempre supo que es mi preferido. Y mi imposible. Desde que perdió a su amor, estuvo noches enteras ahogado, viendo una y mil veces catorce mil videos, quedándose ahí, con la reja abierta, sin notar siquiera sus lágrimas y el ruido escaso del enter en el teclado mas las dos o tres canciones repetidas. Si vos supieras la cara que puso, cuando la vió en la luna, cuando escuchó, gracias a vos, su nombre en su canción. Estuvo una semana flotando, recobró, sin explicación alguna, algo de velocidad en sus movimientos y una risa sutíl, que el sábado pasado volvió a ser, al fin, carcajada (yo creí haber alucinado, pero hubo testigos que parecen confirmarlo) Volvió a abrigarse (así como si le hiciera falta) y a combinar las zapatillas con la remerita deportiva comprada en el últimos viaje. Últimamente se entretiene viendo el mundial de natación y me pidió que por favor le trajera de casa unas antiparras que yo, en su lugar, pude guardar para ducharme. Se ríe de mi fanatismo por Lugosi y el a cambio, ya no pierde tanto las llaves (ni tampoco se enoja tanto conmigo si yo pierdo las mías) Y justo estaba pensando en éso cuando dí la segunda vuelta, la puerta se abrió y, tras un camino eterno de cartones que fui pisando, me bastó con permanecer de pie tras el sillón verde de pana, frente a nuestro silencio, contemplando el muro de su espalda para cuando noté que las cortinas habían sido baladas y entonces toda su música volvía, al fin, al living de casa.


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